Toda ética –modo correcto de adecuar las acciones humanas a un cierto código valórico- supone un concepto del “ser hombre” que, en los diferentes estratos de una sociedad, comunidad o nación, es aceptado, es aspiración de perfección y es regulador de la convivencia social. Esta verdad sobre el hombre es la que ofrece valores, y una escala de prioridad de los mismos, que se transforma en un criterio o punto de referencia que permite comparar las diversas alternativas en la búsqueda de solución a los dilemas personales y sociales sobre los que hay que tomar decisiones. No es de extrañar tampoco que diversas culturas hayan elaborado conceptos antropológicos diferentes que derivan en diferentes éticas. Este es un punto a considerar contra lo que algunos denominan “universalismo” (Foscolo, en Michelini, 2007; Mouffe, 2012) en tanto que sería posible arribar a un concepto único de hombre mientras que la historia concreta nos ha mostrado lo contrario. En síntesis, la ética no es independiente de la visión de hombre que la origina y sustenta en el tiempo, sino que son mutuamente interdependientes.
En este entendido la ética no es un cierto automatismo, social y personal, derivado de los usos o costumbres, sino una constante deliberación que se da en el marco de los valores a los que adhiere el sujeto que debe tomar opciones, usando el libre albedrío que le da la capacidad de elegir entre dos cosas o dos actos igualmente posibles o que, incluso, puede darse en el marco de conflicto entre dos valores igualmente plausibles. Esta es una tarea siempre ardua en cuanto los valores no son cosas medibles o cuantificables sino las experiencias individuales que van dando significado a la existencia humana (Camus, 1998), permitiéndole al hombre ser verdaderamente hombre. Aquí, necesariamente, hay que hacer referencia a la discusión entre las teorías subjetivistas y las objetivistas de los valores, más que nada para hacer un reconocimiento a un tema que reaparece constantemente en la historia de la humanidad. Resulta claro que la tarea de la ética se lleva a cabo en condiciones de mutabilidad e incertidumbre (Guariglia, 2006, p.7- 8) pero también es cierto que todo sujeto debe procurar que sus creencias y las que los miembros de la sociedad posean, como ya se ha indicado más arriba, una justificación lo más racional posible que posibilite el entendimiento y la convivencia con los otros miembros de la sociedad (Mendoza, 2022), asumiendo con ello la responsabilidad en las expectativas que se esperan, desde la sociedad o comunidad, respecto de cada sujeto y de éste respecto de la sociedad.
El punto de discusión, entonces, no es si existe la diversidad sino cómo ella debe ser considerada e incluida en la reflexión ética. O se la trata de eliminar o se la convierte en el principio fundante de una ética que no admite la existencia de algún fundamento último que permita interpretar la diversidad de las expresiones individuales en torno a una lógica compartida (Nino, 2007). Ante la constatación de la diversidad en la sociedad, está la corriente de pensamiento que afirma que ante la imposibilidad de delimitar para toda la sociedad un ámbito que no esté sujeto a la pluralidad de valores (Mouffe, 2012), otorga a todos los juicios morales la misma validez y exigen, por lo tanto, el mismo reconocimiento social, ya que el valor moral sería tanto absoluto como plural en cuanto expresión de las distintas manifestaciones de la naturaleza humana (Beuchot, 2005). A esta corriente de pensamiento es a la que nos referimos cuando decimos “relativismo moral o ético”. Reconocer que estamos en presencia de distintas éticas, que se corresponden con diferentes visiones antropológicas, no es una invitación al relativismo ético sino el constatar un hecho de la vida en sociedad que debe ser considerado.
Por otra parte la ética, con su práctica y dinámica históricas -que suelen imponerse al discurso propiamente ético- modifican, profundizan o cambian la antropología que les dio origen, pudiendo llegar a su misma negación. La praxis es el lugar y el tiempo en donde la verdad que es aceptada por el sujeto –validada no pocas veces por el uso social- se encarna y encuentra posibilidades de desarrollo y expansión (Gevaert, 1991, p. 159- 160) pero que no es el origen o fundamento de la ética, sino su concreción coherente. En este sentido el bien debe hacerse, no sólo pensarse y, por lo mismo, entra en la categoría de lo ineludible en el actuar humano (Arnaíz, 1984), cuestión que sólo es posible en tiempo y espacio concretos de la historia. También cabe al respecto la consideración inversa respecto que no sólo es el hacer sino el pensar, considerando la complejidad de cada ser humano, lo que hace que un acto personal pueda reclamar para sí el respeto de la comunidad.
La praxis de los valores no se da en el campo de la abstracción y del discurso, sino en el mundo de lo concreto que nos indica que el hombre es un ser situado (Arnaíz, 1984; Mendoza, 2022), determinado por una estructura heredada en lo individual – sobre la cual no tiene la posibilidad de modificarla pero sí, de tomar conciencia de ella y buscar las formas de compensarla en lo negativo y cultivarla en lo positivo- y condicionado por las circunstancias históricas en las que desarrolla su existencia (Pannenberg, 1993). La adhesión a una escala de valores, entre las tantas que puede ofrecerle la sociedad a través de la cultura, es asunto de la libre y responsable decisión personal (Coreth, 1985) y, por esto mismo, es que se puede afirmar que tanto los valores, como los desvalores, no existen sin el hombre (Gevaert, 1991) ya que es éste, en definitiva, el que los encarna.
Aun reconociendo la influencia medioambiental y cultural, siempre será en último término el sujeto personal quien decidirá sus opciones de vida y asumirá, en no pocos casos, el costo de su coherencia entre la escala de valores a la que adhiere y las consecuencias de su actuar cuando su coherencia los sitúa en una posición contraria a la cultura dominante. Volviendo al inicio, los valores pueden ser enunciados en una forma abstracta para ser comunicados en el plano del intelecto pero sólo tienen existencia real si son expresados y encarnados de modo coherente en el mundo visible (Gevaert, 1991). La condicionante cultural permite explicar algunos de los comportamientos de los miembros de una sociedad en determinado momento pero ello no llega a constituir una justificación suficiente que anule la responsabilidad personal. Nadie puede abandonar su responsabilidad a favor de la opinión de un grupo.

El intento de emitir juicios morales, en un contexto en que ellos tengan una racionalidad que pueda ser comunicada y compartida con otros, tiene un límite superior en la capacidad de abstracción donde se dan los presupuestos de la ética como también, por la parte baja, unos límites históricos dados por las circunstancias históricas que le dan al sujeto un contexto y un horizonte de decisiones (De Asis, 2005) y que, con su reconocimiento, ubican lo razonable como aquello que puede ser justificado desde ambas márgenes. Esto implica, para cada sujeto moral, el que incluyéndose por su propia voluntad en un sistema ético que reclame para sí el ser abstracto –prescindente de los avatares históricos podría decirse también- y tan universal como para afirmar su propia neutralidad respecto de juicios apriorísticos, no le resulta suficiente por sí sólo para solucionar los dilemas morales concretos (Guariglia, 2006), a no ser que fuerce la realidad sobre la que se quiere emitir un juicio de carácter valórico. Sería el paradigma procustoniano que modifica la situación social para que esta concuerde con las propias convicciones personales y su modo de entender la ética.
Se puede afirmar, en base a las experiencias históricas, que las reglas de carácter universal y abstracto no son capaces de brindar un conocimiento integral de la situación histórica en cada momento de su desarrollo. No son un modelo que pueda aplicarse sin el debido discernimiento de la conciencia personal que interpreta, para cada ocasión, la intencionalidad más profunda de la normatividad moral y no sólo su expresión literal y es éste juicio ético el que, en definitiva, resulta imperativo para el actuar. Sin embargo, el sujeto debe tener presente que está condicionado por el ambiente –no pocas veces de manera sutil- y por sus propias preferencias personales al momento de tomar decisiones. En todo lo dicho hay un supuesto que es necesario explicitar: estamos refiriéndonos a una persona que honestamente quiere hacer el bien y no al que tiene una intención, viciada en su raíz por la clara conciencia de estar haciendo el mal que toma un camino que sólo tiene en consideración su propio interés o beneficio, apartándose así de la sociedad o comunidad en la que está inserto.
La insistencia en los dos ámbitos que deben ser considerados al momento de tener que tomar decisiones de carácter ético –y bien podríamos decir que todas las decisiones, incluyendo las aparentemente más inocuas, tienen una arista ética- en tanto que una de las características concretas del hombre es que nos encontramos situados, que estamos en un mundo de relaciones con otros (Mendoza, 2022). No vivimos solos, no actuamos en soledad, no se pueden negar las consecuencias de nuestro actuar en la convivencia y en el desarrollo de la vida social. Lo primero, entonces, es tratar de descubrir el marco de intencionalidad (teleología), en tanto que propuesta de ideales y también de capacidad de enfrentar la inmediatez (Concha, 2010) que la sociedad propone como meta deseable para sí tanto como conjunto como para cada uno de sus miembros en particular. Se trata siempre, y más allá de un discurso de neutralidad, de un proyecto moral que se hace entendible, comunicable y posible de compartir gracias a su explicitación y que por ello genera una cierta convergencia en los juicios éticos que las personas están dispuestas a formular y aceptar como propios (Nino, 2007).
Es gracias a que se hace público el proyecto social que los miembros de ella adhieren a un universo de valores y a una escala de los mismos aunque, también, debe tenerse en consideración que no basta la mera explicitación para que estos valores sean verdaderamente significativos. Los valores no se aprenden de la misma manera como un conocimiento, sino que las personas se apropian de éstos a través de la construcción de vínculos de sentido a partir de experiencias particulares (Innovemos, 2008, p. 15). Es desde estas experiencias particulares, modeladas bajo el influjo -no siempre consciente- de la cultura imperante, que se generan los vínculos éticos que buscan hacer coincidir los intereses particulares de los miembros de la sociedad con el interés general de ella de tal modo que, con esta doble consideración, difícilmente se podría hacer una distinción entre el bien común y el bien individual ya que ambos deberían ser coincidentes. De ahí que la formación del sujeto moral es tanto la adquisición de la conciencia de su autonomía, como también el reconocimiento y aceptación de su existencia en medio de una sociedad constituida por otros sujetos morales con los mismos atributos que hacen que el mundo de la ética esté cruzado por distintas tradiciones y visiones no pocas veces contradictorias (Guariglia, 2006). Es la pluralidad propia de la vida democrática la que requiere de una actitud de aceptación y de diálogo, que no suprime las diferencias, ya que sólo permite compartir la mayor o menor racionalidad de cada opción.
Al aceptar que la verdad a la que aspiro no es sólo mi verdad pero que me permite ordenar mi propia existencia con un sentido, creo unas barreras en las que encierro mi vida (Dip, 2009, p. 56-57) para poner límites éticos a mi actuar. Cambia la mirada desde el egocentrismo efectivo y hostil hacia los intereses de los demás (Dip, 2009) para ver la vida –la propia y la social- como un compartir los beneficios de vivir con otros y no como la sola satisfacción de mis intereses particulares en una suerte de depredación de la vida social.
BIBLIOGRAFÍA
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- PANNENBERG, WOLFHART, Antropología en perspectiva teológica, (traducción del alemán por Miguel García-Baró), Ediciones Sígueme, Verdad e imagen, Salamanca, 1993.