El primer aspecto que me interesa en este tema es cuál es el alcance, o definición, de la palabra «realidad». Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua es sinónimo de verdad, existencia, materialidad, objetividad y sustantividad de algo. Se contrapondría a lo fantástico y lo ilusorio. Sin embargo, llegar a alcanzar la verdad de ese algo, cosa o circunstancia, resulta ser más bien una cuestión de subjetividad que de objetividad, ya que depende de nuestras percepciones, individuales o socializadas, para poder darles una significación en nuestro propio ordenamiento del mundo, es decir, de todo aquello que nos rodea y en el que estamos inmersos. Esto hace que, frente a un mismo hecho, diferentes individuos o grupos tengan una percepción positiva o negativa del mismo. Tal vez un ejemplo inocuo sea la percepción que tenemos diferentes personas frente a la temperatura ambiente: para algunos resultará «caluroso» y para otros «frío»; ello dependerá básicamente del lugar geográfico de origen de cada uno.

Dicho lo anterior resulta difícil aceptar que la realidad calce exactamente con la objetividad y la verdadera sustantividad de aquello sobre lo que emitimos un juicio. En los ámbitos sociales una misma circunstancia puede ser, para algunos, de carácter esperanzador y, para otros, de carácter amenazante. En el pensamiento científico se busca la objetividad, independientemente de la subjetividad, de manera tal que diferentes investigadores puedan llegar a la misma apreciación del objeto investigado. Esto es más seguro, nunca en su totalidad, en las llamadas ciencias duras y resulta más difícil en las ciencias humanísticas. En aquellas disciplinas limítrofes, como la economía, los mismos datos estadísticos, o de otro orden, son interpretados y valorados de manera diversa.

Normalmente, «leemos» el mundo, y sus manifestaciones, desde nuestro entorno conocido o tratamos, al menos, de que calce con los esquemas y ordenamientos que nos resultan familiares. Así, a modo de ejemplo, una situación catastrófica puede ser entendida por un «creyente» como la «voluntad de Dios» y por un científico como la necesidad de ser investigada desde y por sus causas naturales. Ambas miradas buscarán disipar las dudas al respecto y así podrán seguir sus existencias sin tener que modificar «su» mundo.

En este punto es donde aparecen nuestras convicciones, que pueden ser de distinto orden (religioso, político y un largo etcétera) que nos permiten navegar por las diversas circunstancias de nuestra historia, personal o social, con una cierta seguridad de que estamos en el rumbo correcto porque creemos que somos capaces de entender nuestro entorno. Sobre las convicciones en sí mismas ya me he referido en una ocasión anterior, en cuanto son el núcleo de nuestra personalidad, por lo que ahora lo que me interesa es destacar cómo ellas se convierten en condicionantes de nuestra percepción y, por lo tanto, de nuestras decisiones y de nuestro actuar.

En el plano social las convicciones, que no necesitan un raciocinio lógico previo, llevan a una predisposición a encontrar causas y soluciones a los problemas del vivir en comunidad que tiene efectos en el ordenamiento social en coherencia con ellas. Normalmente, para que las propias convicciones tengan un peso social, más allá de la subjetividad de las mismas, se requiere de una elaboración lógica posterior que las justifique y que consolide la creencia subjetiva de quien busca propagar esas convicciones. Los ejemplos al respecto abundan en la historia y, especialmente en el caso de las distintas ideologías políticas. Todas ellas parten de una afirmación que es, en cierto modo tautológica, ya que se validan por su sola afirmación y no por un proceso de demostración.

Mayor es el riesgo de nuestras convicciones cuando se refieren a un ideal político con el que se quiere moldear la sociedad. Si bien los ideales políticos resultan ser imprescindibles para el desarrollo y avance de las sociedades, en cuanto plantean metas a alcanzar, no resultan inocuos cuando tratan de forzar la sustantividad de una sociedad y de sus miembros para que calcen con el ideal. Generalmente, no toman en cuenta que hay ciertas imposibilidades objetivas que obstaculizan el logro de estos ideales porque no se toman en consideración todas las variables de un problema. Las imposibilidades también son siempre relativas dado que lo que en algún momento resulta imposible, o relegado al mundo de la imaginación, puede ser posible cuando se dan otras condiciones previas. Me saltan a la mente los libros de Julio Verne que anticipaban muchas de las cosas que, cuando los escribió, eran imposibles. Lo mismo puede ser aplicado a los ideales sociales que tienen su tiempo de preparación y maduración antes de llegar a concretarse, siempre de manera imperfecta o no totalmente lograda.

Tampoco resulta menor el riesgo de que, al forzar las condiciones sociales para que nuestros ideales las cambien, terminemos logrando lo contrario. Las variables de la vida en común son demasiadas, emergentes y de distintos orígenes como para que todas ellas estén consideradas en una suerte de ecuación social. En todo caso no podemos dejar que nuestros ideales queden en el espacio de los sueños irrealizables, como en el poema de Calderón de la Barca, en que «los sueños, sueños son», sino que debemos seguir en la ardua tarea de concretarlos con la prudencia y la sabiduría que cada momento de la historia nos demanda.

Imagen de PCUV

Jorge Mendoza Valdebenito