La palabra «democracia» etimológicamente está compuesta de dos conceptos, ambos con alcances y entendimientos diferentes a través del tiempo y de las circunstancias históricas. Por una parte, está el vocablo griego «kratos» que significa poder y, por el otro, «demos» que indica lo que se entendería por pueblo. Por ahora quiero referirme al segundo, «pueblo», ya que son muchas las definiciones de democracia que lo suponen, pero que no lo aclaran. Tal vez la más famosa sea la de Abraham Lincoln en Gettysburg: «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Hermosa, y la suscribo plenamente, pero no define qué entiende por pueblo.
Remontémonos a los orígenes occidentales de la democracia, la Grecia clásica, y veremos que ya en ese entonces el concepto de «pueblo» no abarcaba a todos los habitantes de sus ciudades-estados. Entre los griegos no toda la población o habitantes era considerada pueblo, sino que había claras exclusiones: mujeres, esclavos, extranjeros, menores de edad, vale decir que no era suficiente habitar un territorio para ser considerado como pueblo y, menos aún, como ciudadano. Para ser considerado como este último, ciudadano, había un supuesto de igualdad, que no regía para los excluidos, por lo que tenían el derecho a opinar y a ocupar cargos de poder público, lo que hacían mediante sorteo, ya que se entendía que todos tenían la misma capacidad para ejercerlos.

Con el paso del tiempo, el concepto de pueblo ha mantenido criterios de exclusión como, por vía de ejemplo, el «voto censitario», vale decir que tenían derecho a participar en la vida pública quienes tenían un determinado nivel de bienes económicos. También ha estado presente en las democracias occidentales la exclusión de las mujeres, las que luego de largas luchas han logrado participar tanto en las elecciones como también para ser electas. Lo mismo ha ocurrido con cuestiones étnicas y religiosas en países que consideramos adalides de la democracia. Otro criterio de exclusión, que ha ido perdiendo terreno, es el de la exclusión por cuestiones de edad. También ha estado presente la exclusión por analfabetismo o por algunas incapacidades físicas, como la ceguera.
Con todo lo anterior queda claro que ha sido un largo camino, repito en la mayoría de las democracias occidentales, el ir alejando las fronteras de la exclusión para dar paso a un «pueblo» más inclusivo, para considerar como pueblo a la mayor parte de quienes habitan un determinado territorio. Poder participar en los procesos en los que se decide el marco jurídico de una nación, como también elegir, y poder ser elegido, para ocupar cargos de autoridad en la vida, una sociedad nos acerca al concepto de ciudadanía. Históricamente, la Asamblea Nacional Constituyente de Francia, en 1789, emite la conocida Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para hacer tanto una distinción como una unión entre ambos conceptos. Previa a ella también se debe considerar la Constitución de los Estados Unidos de América, de 1787, que también incluye ambos conceptos.
Ciertamente, las Constituciones y las leyes dan un marco jurídico que acota la ciudadanía y su ejercicio, pero ello no es suficiente, sino para regularla, y se hace necesario un esfuerzo y una voluntad de todo el conjunto social para construir un ethos democrático. Si existe este ethos no se haría necesaria la fijación de medidas que aseguren su cumplimiento, tanto en lo referido a los derechos como a su entendimiento como deberes, ya que nace de la convicción de tener una identidad cívica que tiene como propósito construir una comunidad en que la diversidad no sea obstáculo para llegar a acuerdos y a una convivencia sin exclusiones. Se trata, en último término, de transitar de un «yo», que vela por sus intereses individuales, a un «nosotros» en el que todos nos sentimos responsables de mantener la paz y usar de los recursos sociales para el provecho justo de todos.
Esta identidad social nos hace protagonistas y constructores, desde nuestras diversas capacidades, de una vida comunitaria a la que nos sentimos pertenecientes y participantes de su historia. No somos meros espectadores, sino copartícipes de la sociedad, y de su estructuración, en la que todos somos incluidos. La sociedad no es solo lo que fija el marco jurídico, sino principalmente una intersubjetividad en la que nos vamos haciendo como personas y no solo como peticionarios de derechos y beneficios. Este ethos conduce a una forma de responder a los desafíos sociales desde una perspectiva que supera, y hasta sacrifica, nuestros deseos personales para contribuir a una convivencia enriquecedora para todos y cada uno de los miembros de la sociedad. En ese punto no se haría necesaria la obligatoriedad, entendida como presión o amenaza externa, sino que sería suficiente con el sentido del deber que nace de la convicción interna.